En 1980 murieron Alfred Hitchcock y Jean-Paul Sartre; Umberto Eco publicó El nombre de la rosa y Almodóvar estrenó ‘Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón’; en la Universidad Autónoma de Madrid se inauguró el Seminario de Estudios de la Mujer y, en Barcelona, la Asociación Grupo Alba reclamaba a las instituciones un centro específico para atender a mujeres víctimas de violencia machista. Ese mismo año, la transexualidad se categorizó como una enfermedad mental. Los manuales seguían llamando, hasta hace unos días, “trastorno de la identidad sexual” o de “desórdenes de la identidad de género” a las experiencias trans*. ¿Qué consecuencias acarreaba esto? Muchas, pero una resultaba especialmente sangrante: en el Estado español, las personas trans* tienen que ser valoradas por un psiquiatra, que diagnostica una enfermedad y les abre así la puerta al sistema de salud. Llaman disforia de género a no encajar en los patrones, establecidos por el patriarcado, que determinan cómo deben ser los hombres y cómo tiene que ser las mujeres. Laia Serra, abogada experta en Derechos Humanos, asegura que esto genera “una opinión pública distorsionada, estereotipada y estigmatizante: lo trans* no forma parte de la diversidad sino que es un “error del sistema”, algo extraño, solo comprensible desde la enfermedad, generando rechazo, menosprecio o, a lo sumo, compasión.
Esos criterios internacionales se trasladan a los sistemas nacionales de salud que se construyen desde la discriminación y el paternalismo: se trata a l*s trans* como pacientes, como objetos de la medicina y no como sujetos de derecho. Todo esto provoca que sea el sistema sanitario, y en última instancia los profesionales del ámbito, quienes determinan cuál es el proceso que tiene que vivir esa persona para curarse. No deben saber que el patriarcado no tiene más cura que la que ofrece el feminismo, apostando por poner en valor la riqueza de la diversidad de vivencias.
Serra insiste en la gravedad de esta cuestión: “En Europa (…), el reconocimiento de la identidad de género por parte los Estados, o no existe o exige la obtención de un diagnóstico por parte de psiquiatras/psicólog*s, la aportación de pruebas de la vivencia sostenida y pública conforme al género sentido o “experiencia de vida real”, el pase de test o cuestionarios de evaluación de la identidad de género, la renuncia al matrimonio previo si la pareja es del mismo género al que se está optando, la obligatoriedad de tratamientos hormonales o psiquiátricos durante un cierto periodo de tiempo, la sumisión a cirugías e incluso la esterilización irreversible”. Espeluznante.
Los test de la vida real al que alude Serra es una propuesta tan surrealista como la que estáis imaginando. Alba Pons lo ha definido, en su trabajo ‘El test de la vida real o la normalización de la performance de género’, como “el proceso de evaluación previo o paralelo al diagnóstico, realizado mediante seguimiento terapéutico que verifica si se cumplen o no los criterios necesarios para desarrollar la cotidianidad en el género en el que se anhela vivir”. Es la puesta en escena del género como teatro: Un chico trans* para lograr el diagnóstico favorable que necesita para poder acceder, por ejemplo, a las hormonas necesita demostrar a su psiquiatra que es capaz de vivir como tal. ¡Un test! Lo terrible es que, como Pons explica también en su trabajo: “Los sujetos trans en tanto que sujetos que rebosan las categorías legítimas deben pasar procesos de validación social y normalización, procesos que para conferirles inteligibilidad social delimitan sus experiencias, las encajan, las homogenizan y las objetivan” para alcanzar unas identidades de género —un ser hombre y ser mujer— que no existen. Un chico trans* lo tendrá más difícil para aprobar el test si no le gusta el fútbol y una mujer trans puede que se encuentre con trabas si es lesbiana o no le gusta vestirse con falda. La Organización Mundial de la Salud ha publicado la nueva edición de su manual de enfermedades, saca la transexualidad del capítulo de trastornos y pasa a formar parte de un epígrafe denominado «condiciones relativas a la salud sexual». Un pequeño gesto, que cambia mucho, pero, desde luego, no lo cambia todo.
Siempre intento empezar o acabar los artículos con una pequeña anécdota, una historia que sirva de ejemplo de lo que pretendo transmitir. Una situación desagradable con la que me topé en un ascensor para hablar del miedo que tenemos las mujeres a vivir con libertad el espacio público o aquella última vez que me llamaron «bollera» para seguir denunciando la LGTBfobia cotidiana. Hoy, que escribo de salud y personas trans*, me vienen a la memoria momentos ajenos, que son paradigmáticos: las esperas con M. en la consulta del endocrino privado a 79 kilómetros de su casa, nerviosa porque nadie le explicaba las consecuencias que las hormonas pueden tener en su salud o a V. pinchándose testosterona en casa; las quejas de ambos por no encontrar en el sistema de salud una mirada integral y no patologizante de sus cuerpos. Las visitas de V. al ginecólogo, que le mira como las vacas al tren, sorprendido ante su coño y su barba; los dilatadores de N., con los que se estuvo penetrando, cada día, durante muchos meses para poder ser penetrada después —es ese un requisito social indispensable para ser considerada mujer— y cómo todo esto supone una vulneración flagrante de sus Derechos Humanos. Las encuestas europeas dicen que las personas trans* tienen el nivel de salud más precario del colectivo LGTB, como consecuencia —para esto no hace falta una encuesta— de la transfobia. En 2010, distintos colectivos redactaron la ‘Guía de buenas prácticas para la atención sanitaria a personas trans* en el marco del sistema nacional de salud’ con las deficiencias del sistema sanitario, en la que, además, establecen una serie de propuestas concretas para mejorar su atención en todos los ámbitos relacionados con la salud. Si hiciéramos el test de la vida real a cualquier Estado, podríamos dar la bienvenida a muchas anarquías.
Andrea Momoitio
Este es un artículo de Pikara Magazine en el Marco del proyecto Abordaje de la violencia simbólica desde el ámbito educativo, sanitario y los medios de comunicación financiado por la Diputación Foral de Bizkaia.